viernes, 10 de marzo de 2017

ANNE MARIE

ANNE MARIE

I

Atardecía sobre Nueva York. Los últimos rayos de una dorada luz crepuscular se extinguían lentamente y daban paso a las potentes luces artificiales provenientes de las decenas de pantallas electrónicas y de los cientos de avisos publicitarios que comenzaban a iluminar las calles de aquella hiperactiva ciudad. 

Helena observaba desde la ventanilla de su automóvil el lentísimo avance del denso tráfico que circulaba a esa hora por Brodway Avenue.

-De nuevo llegaré tarde-, se lamentó al ver que el reloj marcaba ya las 17:40. Había concertado con Thomas, su ex-esposo, que pasaría por su antigua casa familiar ubicada en el distrito de Greenwich Village y recogería a su hija a las 18:00 de aquella tarde; y aunque había planeado salir de su oficina con el tiempo suficiente para llegar puntual a su cita, asuntos de última hora la habían retenido allí. Ser la directora ejecutiva de una importante multinacional era extremadamente demandante. 

-Lo que menos deseo en estos momentos es escuchar los reproches de Thomas-, pensó mientras le informaba al hombre que conducía su automóvil que caminaría el trayecto que la separaba de su destino.

-Caminaré hasta Greenwich, Alejandro-. Dijo, mientras descendía del coche.- Pasa por nosotras tan pronto salgas de éste atasco. Te estaremos esperando en la esquina de Greene Street y Washington Place. Ya conoces el lugar. 

-De acuerdo, Helena. Allí estaré-, contestó el hombre que había desempeñado para ella la labor de conductor de confianza durante los últimos tres años.

Ella cerró la puerta del coche, sonrió a modo de despedida y avanzó entre los vehículos hasta llegar al andén; allí empezó a abrirse camino a través de la multitud de personas que transitaba por aquella concurrida avenida y con paso rápido dejo atrás aquel bullicio. Caminó por vías alternativas dando un rodeo que, aunque extendía su recorrido, le garantizaba evitar las grandes concentraciones de gente que podrían retrasarla aún más. 

Llegó a la que había sido su casa matrimonial con algunos minutos de retraso. Saludó cortésmente a Thomas y sin darle oportunidad de reclamar por su hora de llegada, tomó a su hija en brazos y la abrazó con cariño infinito. Aquella niña de trece años era el principal motor de su vida y una de las razones por las cuales había luchado tanto para obtener el éxito personal, profesional y económico del que ahora disfrutaba. 

Helena lo había superado todo, y aquello incluía una dolorosa e inesperada ruptura matrimonial en la cual el padre de su hija le había exigido sin ambages, al verse superado en éxito e ingresos, que dejara de lado su promisoria carrera profesional y dedicara su tiempo únicamente a su casa y a su familia. Aquel hombre que ahora la miraba con un punto de recelo había intentado que abandonase todo aquello que había conseguido y todo aquello que aún soñaba conseguir, y ella, decidida y coherente, no se lo había permitido.

-Mi éxito le allanará algunos caminos; le evitará a mi pequeña vivir amargas experiencias- pensaba Helena durante cada extenuante jornada laboral; y era aquella idea, junto a sus capacidades, su valentía y su amor propio, lo que la había mantenido a flote en momentos en los cuales todo parecía hundirse a su alrededor. 

Despertarse muy temprano en las mañanas, salir a enfrentarse a un entorno que no le garantizaba unas condiciones mínimas de igualdad, defender sus posturas, sus derechos y regresar triunfante a casa cada noche era el mejor ejemplo que podría mostrarle a su hija para que ella comprendiese que nada le estaba vedado o le era imposible y que todo, si se esforzaba lo suficiente, estaba al alcance de sus manos. 

-¿A qué lugar iremos hoy, mamá?- preguntó la pequeña visiblemente emocionada mientras su madre le besaba el rostro.

-Es una sorpresa, Anne Marie-, contestó Helena, -Hoy te mostraré un lugar especial. Quiero que aprendas algo-.

II

Durante el trayecto se habían detenido en una floristería cercana a comprar un ramo de rosas, y ahora la pequeña Anne corría con aquellas flores en los brazos unos cuantos metros delante de Helena.

-No te alejes tanto, Anne-, ordenó la madre con ternura. La niña aminoró el paso y tomó la mano que aquella le ofrecía. Caminaban por Greene Street y al llegar a la esquina con Washington Place hicieron un alto:

-Hemos llegado, dulzura - Informó Helena a la pequeña. –Éste es el Brown Building y quiero contarte una historia-.

Helena contó a su hija cómo aquel edificio, muchísimos años atrás, había sido el lugar en el cual más de un centenar de mujeres jóvenes, valientes y honradas habían trabajado duramente y habían perdido su vida como consecuencia de la negligencia, la avaricia y el descuido de un par de hombres que dieron más importancia a algunos metros de tela que al bienestar de sus trabajadoras; Helena contó a su hija cómo el ejemplo y el legado de aquellas mujeres había cambiado el mundo y narró cómo el fuego que consumió aquellas vidas era hoy la llama que iluminaba el camino de millones de mujeres alrededor del mundo que, más de un siglo después, seguían luchando para ser tratadas con la dignidad y el respeto que todos merecían.

-Vinimos a dejar éstas rosas en honor a la memoria de aquellas mujeres-, dijo Helena. -Vinimos, dulzura, para que entiendas que aunque el mundo sea un lugar difícil, tú, con cada uno de tus actos, puedes marcar enormes diferencias-. –Te traje aquí para que recuerdes que tus metas, tus sueños y tus derechos son tan valiosos como los de cualquier otro y que lo que eres como mujer no se negocia.   

Abandonaron el edificio algunos minutos después. El automóvil de Helena ya las esperaba a las afueras. Subieron al coche y la niña saludó al conductor.

-Hola, Alejandro- dijo dulcemente.

-Hola, pequeñita- contestó aquel el saludo. -¿Qué tal tú día? ¿Aprendiste algo hoy?  

-Claro que sí, señor-. Contestó la niña mientras sonreía. -Hoy aprendí que soy mujer y que todo me es posible-.


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